Abrió los ojos empapada en sudor. “¡Maldita sea!” Las sábanas estaban revueltas y húmedas, las piernas entumecidas, las muñecas doloridas. El cuarto empezaba acusar la penumbra del atardecer invernal, y el triste ventanuco enmohecido no ayudaba. “Otra vez. Y anochece de nuevo” pensó, “Siempre llego tarde.” Inspiró profundamente y se arrepintió al instante. El olor pegajoso y dulzón en la sábana le hizo sentir náuseas. Se incorporó pesadamente, con los pies descalzos sintió la frialdad del suelo y caminó hasta el lavabo. Abrió el grifo y lavó sus manos con el agua helada, sus brazos, sus piernas, su cara, su boca. Agarró la toalla con rabia y frotó su piel hasta dejarla enrojecida.
No se escuchaba nada. Ni un sonido, ni una mosca, ni el zumbido de un coche lejano, ni una televisión vecina de las que alivian la soledad. Nada. Nadie. Sólo su respiración y el chapoteo de sus pies mojados. El sonido de su nariz mocosa de niña llena de rabia e impotencia. Y su grito. Su grito silenciado por los muros y la distancia del mundo real. Después sólo hubo más silencio.
Miró a su alrededor, y sintió frío. Una mesa tan pequeña como ella, una silla diminuta como ella. La cama deshecha con sus sábanas revueltas. Las paredes de piedra. El suelo de piedra. El techo de piedra. El ventanuco mugriento. La muñeca raída en un extremo de la habitación. Las flores podridas en un florero, en un agua ya marrón. Los pequeños regalos, los sobornos, las mentiras esparcidos por el suelo, despreciados y pateados en más de una ocasión. Toda esa basura amontonándose y comiéndose el espacio. Esas cosas insignificantes que iban entrando pero que nunca salían. Como ella, insignificante y atrapada. Ahogada por ese olor, asfixiada por el aire viciado, anulada con obsequios rancios y flores marchitas.
Ese dolor de nuevo. La náusea, la rabia. “¡Siempre tarde, maldita sea!” Su cabeza infantil y sus ojos envejecidos. La piel tan pálida, las ojeras, los músculos débiles en las piernas, los pies pequeños y frágiles, las muñecas permanentemente abiertas. El conejo que corre cada vez en su cabeza, esa sonrisa aislada y aterradora, esas fiestas injustificadas con bebidas y tartas, y el humo, los mareos, los recuerdos borrosos. Y la nada, siempre luego la nada, un vacío mental como ningún vacío. La duda, la sospecha, la certeza. Y todo sin recuerdos ni testigos, más que esa cama inmunda, y la mesa pequeña y la sonrisa aislada. La náusea de nuevo, la rabia incontenible, los puños pequeños en la pared y las heridas. La certeza de un dolor que no le corresponde. La culpa, la disculpa, las lágrimas aisladas sin consuelo, los sucesos sin lógica, la indefensión, la ira.
“Comienza por el comienzo” se repite. Pero no sabe cómo ni dónde empezó todo, otro vacío inmenso recorre sus entrañas. Una tristeza infinita que se asoma a sus ojos y siente vértigo de esa nada inmensa que es el cuarto pequeño en el que habita. “El comienzo.” Todo comienza siempre en las sábanas frías y revueltas. Todos los recuerdos de los días grises, siempre atardeciendo. “El comienzo.” No sabe el comienzo. Intuye un final, pero no logra verlo. Sus ojos tristes aún son muy pequeños para comprender. “¿Era yo la misma cuando me levanté esta mañana?” La niña tropieza con la realidad hostil cada vez que despierta del sueño pesado que la atrapa después de cada almuerzo. “¿Qué camino debo tomar para salir de aquí?”
No se escuchaba nada. Ni un sonido, ni una mosca, ni el zumbido de un coche lejano, ni una televisión vecina de las que alivian la soledad. Nada. Nadie. Sólo su respiración y el chapoteo de sus pies mojados. El sonido de su nariz mocosa de niña llena de rabia e impotencia. Y su grito. Su grito silenciado por los muros y la distancia del mundo real. Después sólo hubo más silencio.
Miró a su alrededor, y sintió frío. Una mesa tan pequeña como ella, una silla diminuta como ella. La cama deshecha con sus sábanas revueltas. Las paredes de piedra. El suelo de piedra. El techo de piedra. El ventanuco mugriento. La muñeca raída en un extremo de la habitación. Las flores podridas en un florero, en un agua ya marrón. Los pequeños regalos, los sobornos, las mentiras esparcidos por el suelo, despreciados y pateados en más de una ocasión. Toda esa basura amontonándose y comiéndose el espacio. Esas cosas insignificantes que iban entrando pero que nunca salían. Como ella, insignificante y atrapada. Ahogada por ese olor, asfixiada por el aire viciado, anulada con obsequios rancios y flores marchitas.
Ese dolor de nuevo. La náusea, la rabia. “¡Siempre tarde, maldita sea!” Su cabeza infantil y sus ojos envejecidos. La piel tan pálida, las ojeras, los músculos débiles en las piernas, los pies pequeños y frágiles, las muñecas permanentemente abiertas. El conejo que corre cada vez en su cabeza, esa sonrisa aislada y aterradora, esas fiestas injustificadas con bebidas y tartas, y el humo, los mareos, los recuerdos borrosos. Y la nada, siempre luego la nada, un vacío mental como ningún vacío. La duda, la sospecha, la certeza. Y todo sin recuerdos ni testigos, más que esa cama inmunda, y la mesa pequeña y la sonrisa aislada. La náusea de nuevo, la rabia incontenible, los puños pequeños en la pared y las heridas. La certeza de un dolor que no le corresponde. La culpa, la disculpa, las lágrimas aisladas sin consuelo, los sucesos sin lógica, la indefensión, la ira.
“Comienza por el comienzo” se repite. Pero no sabe cómo ni dónde empezó todo, otro vacío inmenso recorre sus entrañas. Una tristeza infinita que se asoma a sus ojos y siente vértigo de esa nada inmensa que es el cuarto pequeño en el que habita. “El comienzo.” Todo comienza siempre en las sábanas frías y revueltas. Todos los recuerdos de los días grises, siempre atardeciendo. “El comienzo.” No sabe el comienzo. Intuye un final, pero no logra verlo. Sus ojos tristes aún son muy pequeños para comprender. “¿Era yo la misma cuando me levanté esta mañana?” La niña tropieza con la realidad hostil cada vez que despierta del sueño pesado que la atrapa después de cada almuerzo. “¿Qué camino debo tomar para salir de aquí?”